jueves, 11 de marzo de 2010

Leeuwenhoek

Tarde de primavera de 1679, en Delf, Holanda. Mientras la lluvia cae suavemente sobre el jardín, Anton Van Leeuwenhoek, comerciante de telas local y ayudante de cámara del alguacil de la villa, toma tranquilamente una infusión y mira interesado una de los cientos de muestras que pone bajo sus lentes y la vuelve a examinar con minuciosidad. Como no consigue ver lo que desea, cambia el aparato, y escoge uno de los especiales, uno de aquellos cuyas lentes están tan bien pulidas que no existen en el mundo otras que se les puedan comparar. Uno de aquellos que nunca enseña a nadie. Entra en su estudio y se dedica a mirar embelesado una vez más, la increíble red capilar del anca de una rana.
Su hija le mira y suspira, sin comprender cómo puede su padre perder tal cantidad de tiempo tallando lentes y observando cosas que, aunque son sorprndentes, no dejan de ser meramente divertidas. Lo que su hija, María, no sabe, y probablemente el propio Anton tampoco, es que gracias a sus observaciones, la recientemente fundada Royal Society Londinense ha podido confirmar la teoría de la existencia de capilares sanguíneos de Malphigi, y un joven y fascinado Robert Hooke, está empezando a dar forma en su cabeza a la Teoría Celular, base de toda la biología moderna. Pero a Leeuwenhoek no le interesan las teorías. Él no es un filósofo ni un pensador. Él es un observador nato, un tipo capaz de mirar algo durante una semana seguida antes de empezar siquiera a dibujarlo, sólo para estar seguro de que no cometerá ningún error.
Sin embargo, mientras Leeuwenhoek toma tranquilamente su infusión, no puede imaginar que en unos breves instantes, una idea aparentemente trivial va a convertirse en uno de los grandes avances de las historia de la ciencia: ¿Cómo se verá una gota de agua de lluvia? Y sin demasiadas esperanzas de encontrar nada, se acerca a un tiesto y toma una pequeña muestra, la pone bajo la lente y observa. Durante varias horas no hace otra cosas. Finalmente, con los ojos llorosos de tanto mirar, pide a su hija que se acerque. "María. Mira este agua. Hay unos animalillos pequeñísimos. Se mueven".
Aquella tarde de primavera de 1679, Maria Van Leeuwenhoek, fue el segundo ser humano que por primera vez en miles de millones de años, observó un microorganismo. ¿De donde han salido, padre?
Claro, esa era la clave. Si todo era correcto, habrían caido del cielo formados a partir de la nada por la infinita voluntad divina. Así se creaba la vida, ¿no? Así que tomó directamente una muestra de lluvia en un plato limpio de porcelana. Y cuál sería su sorpresa cuando descubrió que el agua estaba limpia. "Así que no caen del cielo"
Cuando unos meses después Leeuwenhoek escribió a la Royal Society, muchos de los científicos que la componían vieron en esto una prueba que refutaba definitivamente la Generación Espontánea. La vida debía surgir necesariamente de la vida. Sin embargo, rápidamente decidieron enviar a alguien a Holanda para verificar de una vez que aquellas observaciones de aquel comerciante holandés estaban fundadas y no eran delirios de un loco. Porque, al fin y al cabo... ¿animales 1000 veces más pequeños que un ácaro? Cuando Hooke y otros acudieron a casa de Leeuwenhoek, y éste sostuvo antes sus ojos sus prodigiosas lentes (era brutalmente desconfiado y no dejaba a nadie tocar sus aparatos, así que los sostenía en sus manos mientras el resto miraba), casi se caen de culo. Al año siguiente, fue nombrado miembro honorario de la Royal Society, y siguió enviando largas cartas plagadas de observaciones mezcladas con anécdotas (al fin y al cabo, seguía siendo un comerciante) hasta su muerte a los 91 años.
Cuentas que su trabajo inspiró el monadismo de Leibniz, y que el propio Leibniz le escribió una carta instándole a que adoctrinara a un discípulo en el arte de tallar lentes, debido a que a pesar de hacer grandes esfuerzos, absolutamente nadie en el mundo estaba siquiera acercándose a esa extraordinaria calidad. Sin embargo, Leeuwenhoek ni siquiera tomó esto en consideración. No se consideraba un filósofo y no quería enseñar a nadie. Y además, era tremendamente huraño. Cuentan que la propia reina Isabel de Inglaterra, estando de viaje en Holanda, quiso ver las maravillas de las lentes de Leeuwenhoek, y que éste la recibió a regañadientes, y aún ni siquiera le dejó sostener por si misma los aparatos.

El hecho es que no fue hasta más de 100 años después cuando por fin se lograron tallar unas lentes con la suficiente calidad como para volver a observar una bacteria.
Hoy en día, nadie parece recordar el papel fundamental en el desarrollo de la ciencia que tuvo este hombre, que siendo bastante inculto (apenas sabía leer y escribir, y sólo en holandés, un idioma hablado sólo por los campesinos y la plebe), hizo que su extraña afición de tallar lentes, que le valió no pocas burlas de sus vecinos, fuera una piedra angular esencial para posibilitar la revolución científica y de pensamiento del siglo venidero. Así pues... ¿cómo sería hoy el mundo sin el cazurro de Leeuwenhoek?

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